Entraba en la cama sabiendo que no podría pegar los ojos. ¿Qué había motivado tanto desorden emocional en mi acostumbrada y serena calma?
No tuve cojones para ir a buscar a la cocina, el jugo y aquella fruta, que acostumbraba como merienda antes de dormir, en esa soberbia paz que procura el vivir con los ojos, aunque abiertos, completamente ciegos hasta ese día.
Ahí estaba, envuelta en sus trapos, en medio de cartones y papeles de diario, la temperatura exterior bordeaba los menos 5 grados, y el viento traía la humedad del avanzado otoño que se dejaba caer, ajeno a la crueldad humana.
Quise pasar como inadvertido por la situación, pero la morbosa curiosidad pudo más que la súbita indiferencia que me habitaba. Sensación de culpa, esa que por ser colectiva, pareciera no ser tan grave… Entre los titubeos de mi caminar y la extraña sensación de ser empujado por un dolor más grande, que probablemente acontecía al interior de esa choza, fijé mis ojos y mecánicamente restregados, por un impulsivo “NO PUEDE SER” que ni yo mismo creí, vi sonreír, desde dentro del miserable tugurio, un rostro de una mujer. La infeliz no tenía edad. De sus resecos labios pendía un cigarrillo que dejaba notar su escasa dentadura.
Me sentí pequeño y ruin, sin saber que cresta o actitud tomar.
De pronto, me apresuré a un Fast Food, pedí un par de hamburguesas, papas fritas y una coca cola, que cambié apresurado por un café doble y bien azucarado. Con el pedido en mis manos, me apresuré a toda carrera hasta el cuchitril… Aló, dije con precaución, temor y un poco de vergüenza, la voz entrecortada, sin saber que vocabulario emplear para no herir su “dignidad” o la mía, –me dije para sí.
Qué quiere– contestó con voz mortecina, asomando sus ojos opacados por lágrimas secas. –Solo invitarla a un café y un poco de alimento, dije con cierto escrúpulo, sin adivinar su reacción. En sus ojos se reflejó una cierta dulzura, algo empujaba a esa lágrima seca a desprenderse para que sus ojos volvieran a brillar. Vi en su garganta la ansiedad de llevarse algo a la boca. Descorrió los trapos que cubrían la covacha y estiro sus manos temblorosas hacia suculento ofrecimiento. Me pareció que balbuceó un –gracias– con voz imperceptible y volvió a encerrarse en sus harapientas cobijas.
Volví a casa a tropezones. Me quedó un gusto amargo y un peso en el centro del pecho.
Mi vida, no volverá jamás a ser la misma. Me quedé lleno de dudas, repasé las Santas Escrituras y me confundí aún más. Luego los manifiestos políticos y les confieso que quedé aún más confuso.
Di un paseo por acciones concretas, que me mostraron algunos personajes que en ocasiones aparecen en la última página de algún “pasquín” local y me quedé impresionado por ese quehacer anónimo y que engrandece el alma. Luego pensé que a lo mejor mi pequeño gesto podría multiplicarse varias veces, yo al menos así lo comprendí. Ese día diferente, me había hecho comprender mi propia suerte y naturalmente, el pequeño gesto se repitió todo el tiempo, que la vida de esa mujer me lo permitió.
Un día, me quedé con el pedido en la mano. De su choza no hubo respuesta, otro vagabundo me dijo que la mujer había muerto aquejada de una fuerte neumonía. Seguí caminando en medio de la nieve y de los menos 25 grados.
Me equivoqué como cualquier gubernativo, no la mató el hambre, pensé como un pelotudo, con el único atenuante, que yo no le he reclamado votos a nadie, LA MATÓ EL FRÍO.
Me encaminé a casa y tiré el Mac Donald a la basura.
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